A medida que el primer cuarto del siglo XXI se acerca a su fin, el panorama de los conflictos internacionales no se caracteriza tanto por la irrupción de guerras inéditas, pero si por un fenómeno más gradual y por ende menos visible: la superación progresiva de ciertos umbrales. Umbrales de carácter tecnológico, político y estratégico que, una vez atravesados, reconfigurarían reglas que durante décadas parecieron inmutables. En este marco, cinco escenarios resultan particularmente útiles para comprender cómo podría delinearse el año 2026.
El noreste asiático y el fin de ciertas líneas rojas
En la Península de Corea, la tensión ya no gira únicamente en torno a los misiles norcoreanos o a la retórica de Pyongyang. El mes de noviembre, Washington y Seúl sellaron un ambicioso acuerdo industrial y comercial que incluye una decisión con pocos precedentes históricos: Estados Unidos habilitó a Corea del Sur a desarrollar submarinos de ataque de propulsión nuclear. No se trata de un detalle técnico ni de una concesión menor. Es un movimiento que altera el equilibrio regional y que, en la práctica, aumenta el grado de autonomía estratégica surcoreana.
Para Corea del Norte, el mensaje es claro. En lugar de enfrentar solo la disuasión extendida estadounidense, ahora se encuentra ante un vecino con capacidades navales mucho más sofisticadas y persistentes. Para China, el cambio también es incómodo: la militarización submarina del noreste asiático introduce un nuevo factor de incertidumbre en sus mares adyacentes. En este contexto, una eventual reanudación de pruebas nucleares norcoreanas ya no sería solo una simple provocación, sino una forma de reafirmar estatus frente a un entorno que percibe cada vez más hostil.
Yemen, un conflicto que ya no se explica por Yemen
Desde 2014, Yemen fue presentado como una guerra civil endógena, con derivaciones humanitarias y equilibrios locales complejos. En 2026, esa lectura resultará insuficiente. La dinámica actual depende casi por completo de la evolución del enfrentamiento entre Israel e Irán. Los hutíes actúan como una extensión operativa de una disputa regional mayor, y el Mar Rojo se convirtió en el escenario donde esa rivalidad se vuelve tangible.
Cada ataque a buques de carga, cada represalia occidental, cada advertencia hutí debe leerse en función de ese eje más amplio. Si la tensión entre Teherán y Jerusalén tiende a la desescalada, Yemen tenderá a congelarse. Por el contrario, si Irán e Israel se ven envueltos en una fase similar a la de junio del presente año, el conflicto yemení se reactivará de inmediato, con impactos que van mucho más allá de sus fronteras. El resultado es una situación en la que un actor no estatal condiciona rutas por las que circula entre el 12% y el 15% del comercio global, un precedente que difícilmente pase inadvertido en otras regiones.
Estados Unidos y la normalización de lo impensable
En el plano interno estadounidense, 2026 encuentra a la principal potencia global lidiando con un fenómeno que ya no puede calificarse como marginal. En septiembre el asesinato de Charlie Kirk marcó un punto de inflexión. A partir de ese hecho, la violencia política dejó de ser una posibilidad abstracta y pasó a formar parte del horizonte de lo plausible.
Lo que distingue esta etapa no es solo la radicalización en redes sociales, sino la traslación del conflicto al debate público mainstream, a los medios tradicionales y al lenguaje cotidiano de la política. Los límites entre retórica incendiaria y acción directa se volvieron menos distinguibles. Este proceso tiene consecuencias que trascienden lo doméstico: los Estados Unidos absorbidos por sus propias fracturas internas ven reducidas sus capacidades de gestionar crisis externas, enviar señales claras y sostener compromisos prolongados.
Taiwán y la erosión silenciosa del status quo
En el estrecho de Taiwán, la pregunta ya no es si habrá una invasión inminente, sino cómo se redefine el conflicto sin llegar a ese extremo. China fue desmontando, paso a paso, los mecanismos informales que durante décadas ayudaron a evitar posibles errores de cálculo: la Línea Media dejó de ser respetada, los ejercicios militares se volvieron casi permanentes y la presión económica acompaña cada gesto político.
Para 2026, no es prudente vaticinar una guerra abierta, sino una crisis prolongada, marcada por bloqueos parciales, demostraciones de fuerza y una ambigüedad cada vez más difícil de sostener para Estados Unidos y sus aliados. El riesgo no reside necesariamente en un ataque deliberado, sino en la acumulación de tensiones que hacen que un incidente menor pueda tener consecuencias desproporcionadas para el orden global.
Venezuela, el refuerzo del embargo y el futuro del chavismo
En el Caribe y el norte de Sudamérica, la relación entre Estados Unidos y Venezuela ingresó en una fase inédita desde el final de la Guerra Fría. Las recientes incautaciones de buques petroleros en aguas internacionales, sumadas al anuncio de un “bloqueo total” de tankers vinculados a crudo sancionado, marcan un cambio de doctrina. Ya no se trata únicamente de sanciones financieras blandas o presiones diplomáticas graduales, sino de interdicción naval directa, aplicada de forma selectiva pero sostenida.
Caracas calificó estas acciones como piratería internacional y anticipó que llevará el caso a distintos foros multilaterales. Sin embargo, más allá del desenlace legal, el impacto inmediato es tangible: una caída abrupta de las exportaciones, mayores dificultades logísticas para colocar crudo en Asia y un aumento significativo de la incertidumbre en el mercado energético. El precedente no solo afecta a Venezuela, sino también a otros países que dependen de “shadow fleets” para sostener sus flujos comerciales bajo regímenes de sanciones.
En este contexto, el margen de maniobra del chavismo se reduce de manera acelerada. La capacidad del régimen para sostener su entramado político y social depende, en gran medida, de la renta petrolera y de su redistribución regional. Si la presión se mantiene en el tiempo y Venezuela se ve imposibilitada de abastecer de crudo a aliados estratégicos (en particular a Cuba), no solo se profundizaría la crisis económica interna, sino que se pondría en tensión la supervivencia del propio modelo político.
De cara a 2026, el escenario venezolano deja de ser uno de mera resistencia prolongada y se transforma en una incógnita de desenlace. Las opciones para el chavismo oscilan entre una negociación forzada, una reconfiguración interna del poder o una salida desordenada producto de un colapso financiero acelerado. En cualquiera de los casos, el factor tiempo juega en contra: a diferencia de otros conflictos de desgaste, este podría resolverse no de forma gradual, sino a través de un quiebre rápido, difícil de anticipar y con efectos de arrastre regional.
Un año de umbrales
Tomados en conjunto, estos cinco escenarios dejan ver un patrón compartido. 2026 no se perfila únicamente como un año de conflictos latentes y silenciosos, sino también como uno en el que ciertos acontecimientos pueden desarrollarse con tal velocidad que resulten casi imperceptibles mientras ocurren. Decisiones que hace una década parecían improbables comienzan a integrarse al paisaje internacional, ya sea de manera silenciosa o a través de estocadas repentinas.
El riesgo no reside solo en la posibilidad de una gran guerra abierta, sino en la acumulación de pequeños desplazamientos y en la irrupción de episodios fulminantes que redefinen, casi sin aviso, los límites de lo aceptable. Cuando esos umbrales se cruzan, ya sea paso a paso o de forma abrupta, como podría ocurrir en Venezuela, la capacidad de retroceder suele ser mínima.
