A diferencia de Michel Barnier, el anterior y efímero primer ministro, Bayrou había logrado sobrevivir en el cargo una mayor cantidad de tiempo, en gran medida debido a un gobierno poco sustancial en sus medidas y proyectos. Todo cambió una vez que decidió afrontar ese elefante en la habitación al que gran parte de los partidos políticos parecen querer ignorar: el agujero en las cuentas públicas. Su propuesta de reducir el déficit del Estado de 5,8% a 4,6% para 2026 y a debajo del 3% para 2029, así como ponerle un tope al incontrolable aumento de la deuda —que yace cerca del 114%— en un contexto en el que el país se ha propuesto aumentar su gasto en defensa consistía en una serie de recortes —alrededor de 4.000-4.500 funcionarios públicos y un ahorro de 5 mil millones en el sector de salud—, un aumento de ‘‘contribuciones de solidaridad’’ impuestas sobre sectores más pudientes, un poco popular aumento de la edad jubilatoria, y la eliminación de dos feriados nacionales.
Ante el rechazo generalizado de su plan fiscal por parte de la mayoría del arco político, Bayrou convocó un voto de confianza sobre su propio gobierno, movimiento extraño y sin precedentes, con la aparente intención de mostrarse como un profeta que pretendió hacer lo correcto, pero no fue escuchado —posicionándose como una figura política ‘‘responsable’’ de cara a las próximas elecciones presidenciales de 2027. Alejándose así de su tradicional posición conciliadora, típica de un partido de centro como el MoDem, Bayrou prefirió defender a su gobierno hasta el fin antes que ceder su gobierno a la demagogia de Mélenchon y Le Pen.
Los acontecimientos revelan una ‘‘trinidad imposible’’ en el sistema político francés. El famoso concepto de la Economía Internacional desarrollado por Robert Mundell, que planteaba que no es posible para un país fijar el tipo de cambio, tener libre movimiento de capitales, y mantener la soberanía monetaria a la vez, es aplicable también a la economía política francesa. Ha quedado claro en los últimos años que Francia es incapaz de tener democracia representativa, mantener un gobierno estable, y atacar el problema fiscal a la vez. Siempre se ha visto forzada a renunciar a una de ellas.
La democracia representativa, por supuesto, no está en debate, pero ella ha llevado a un escenario de fuerte polarización, donde los partidos/coaliciones con mayor caudal de votos son aquellos que más irresponsables fiscalmente resultan. Ante ese limitante, un gobierno que pretenda atacar el problema del gasto público y el endeudamiento insostenible no puede ser estable, porque tanto la izquierda como la derecha intentarán removerlo. El gobierno francés más estable es el que no se propone seriamente lidiar con la espinosa cuestión de fondo, sino sólo posponer la resolución del problema haciendo girar la rueda del Estado de bienestar insostenible y gestionando las cuestiones del día a día sin mayores pretensiones. Sólo será capaz de atacar el problema fiscal aquel gobierno que esté dispuesto a soportar la inestabilidad que, hasta ahora, ha sido letal para todo primer ministro con el suficiente nivel de audacia.
El camino alternativo —una disolución permanente de la Asamblea, es decir, un gobierno autocrático y autoritario que se propusiese tapar el agujero fiscal y no dependiese de los partidos políticos para sostenerse en el gobierno— no está abierto, y de estarlo tampoco garantizaría un desarme exitoso de la bomba fiscal. Las únicas formas de escapar del problema serían o bien con un comportamiento más responsable y menos oportunista de los partidos de los extremos que lograse un consenso en la Asamblea sobre la necesidad de sanear las cuentas del Estado francés —de manera que los gobiernos no se viesen constantemente entre la espada y la pared al asumir— o bien con un triunfo aplastante —hasta ahora improbable— de una opción fiscalista —hasta ahora inexistente— en las siguientes elecciones legislativas, que le permitiese ocupar una buena cantidad de bancas e impulsar una agenda propia sin significativas restricciones.
Lamentablemente para las futuras generaciones de franceses —que son, como afirmó Bayrou en una conferencia de prensa, quienes más peso cargarán por el enorme endeudamiento al que sus políticos los han expuesto—, ninguno de esos escenarios parece remotamente posible a mediano plazo.