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Neurotecnología y poder: el cerebro como nueva frontera de la inteligencia global

Tras examinar el control de infraestructuras (Stuxnet) y de narrativas (Algoritmos de la influencia), esta tercera entrega aborda la frontera más compleja: el control de la mente humana. ¿Estamos, de alguna forma, ante el nacimiento de una nueva dimensión de la inteligencia —la neurointeligencia— donde la mente se convierte en el último territorio estratégico? Por Max L. Van Hauvart Duart.

Publicado el 10 de noviembre de 2025 por Radar Austral
Neurotecnología y poder: el cerebro como nueva frontera de la inteligencia global

En los albores del siglo XXI, la relación entre poder y tecnología ha alcanzado una profundidad inédita. Si la criptografía representó la primera revolución de la inteligencia —la era de los códigos— y la inteligencia artificial simboliza la segunda —la era de los algoritmos—, la neurotecnología inaugura la tercera: la era de la sinapsis.

La posibilidad de registrar, interpretar o incluso modificar la actividad neuronal introduce una nueva dimensión en los estudios de inteligencia y contrainteligencia. Ya no se trata solo de manipular datos o narrativas, sino de incidir directamente en los procesos mentales de los individuos.

Los debates públicos se concentran en la IA; una revolución silenciosa se despliega en laboratorios militares y corporativos: la convergencia entre neurociencia, biotecnología e ingeniería informática. El objetivo declarado es terapéutico —curar, rehabilitar, mejorar—, pero el potencial de control cognitivo es evidente.

El World Economic Forum advierte que “las interfaces cerebro-máquina plantean dilemas éticos comparables a los de la energía nuclear: su potencial de beneficio se corresponde con un potencial equivalente de abuso”. En este contexto, el cerebro se perfila como infraestructura estratégica, y la mente como nuevo teatro de operaciones.

De Pavlov a MK-Ultra, la genealogía del control mental

La búsqueda por dominar la mente no es nueva. A comienzos del siglo XX, el fisiólogo Iván Pavlov demostró que la conducta podía condicionarse mediante estímulos repetidos. Décadas después, el psicólogo B. F. Skinner desarrolló el “condicionamiento operante”, donde el refuerzo positivo o negativo modificaba patrones de acción. Aquellos experimentos inauguraron una era de optimismo científico en torno al control del comportamiento.

Durante la Guerra Fría, ese interés se convirtió en política de Estado. Entre 1953 y 1973, la CIA llevó adelante el programa MK-Ultra, destinado a explorar drogas, hipnosis y privación sensorial para “romper la voluntad” de prisioneros y obtener información. Documentos desclasificados muestran la amplitud de los ensayos, que incluyeron el uso de LSD y técnicas de manipulación psicológica en civiles y militares.

La clausura oficial de MK-Ultra no significó el fin de la investigación cognitiva aplicada al poder. En los años 90, la neurociencia reemplazó a la psicología conductista como disciplina hegemónica. Con el avance de la resonancia magnética funcional (FMRI) y la electroencefalografía de alta resolución, el cerebro se volvió visible —y por ende, medible y susceptible de intervención—. Lo que comenzó como estudio clínico derivó en un campo emergente: la neuroseguridad, entendida como la protección y el uso estratégico de los datos neuronales.

La carrera por la neurovigilancia

En 2019, la Defense Advanced Research Projects Agency (DARPA) anunció el programa Next-Generation Nonsurgical Neurotechnology (N3), destinado a desarrollar interfaces cerebro-computadora no invasivas para comunicación bidireccional entre humanos y máquinas. El proyecto propone que un soldado pueda transmitir órdenes o recibir información táctica mediante impulsos neuronales, sin depender de dispositivos externos.

Simultáneamente, la OTAN reconoce la “guerra cognitiva” (cognitive warfare) como la sexta dimensión del conflicto, junto a tierra, mar, aire, espacio y ciberespacio. Según sus propios documentos, el objetivo ya no es destruir al adversario físico sino “ganar la mente de la población”.

China, por su parte, invierte fuertemente en investigación neurocientífica dual —civil y militar— dentro de su estrategia Military-Civil Fusion. Un informe del South China Morning Post describe experimentos de la PLA (Ejército Popular de Liberación) con interfaces cerebro-máquina capaces de controlar enjambres de drones por pensamiento.

Estas iniciativas configuran una carrera armamentista invisible y silenciosa para el público en general. En lugar de misiles o satélites, los instrumentos son sensores, electrodos, algoritmos y bases de datos de neuroimágenes. La pregunta estratégica es inevitable: ¿quién dominará primero la frontera mental?

El cerebro en el mercado global

El interés militar encuentra un reflejo inmediato en la economía. El mercado global de interfaces BCI (Brain-Computer Interfaces) superará los USD 5.000 millones en 2026, según Grand View Research.

Empresas tales como Neuralink (EE. UU.), buscan restaurar movilidad o visión mediante chips implantados, pero sus prototipos ya demuestran capacidad de transmitir información cerebral a sistemas externos.

En China, compañías como NeuraMatrix y BrainCo comercializan dispositivos de monitorización cognitiva para aulas y entornos laborales. En 2023, varias escuelas chinas fueron cuestionadas por usar diademas EEG que medían la atención de los estudiantes.

La neurotecnología corporativa no pretende alterar el comportamiento, sino medirlo y predecirlo para optimizar productividad y consumo. Esa recopilación masiva de “neurodatos” abre una zona gris entre salud, mercado y vigilancia. El neurocapitalismo convierte la actividad mental en recurso económico: los pensamientos como datos, las emociones como patrimonio de intercambio.

Desde la óptica de la inteligencia, la convergencia entre empresas de IA y neurociencia amplía la capacidad de perfiles psicológicos predictivos. Las campañas de influencia algorítmica podrían evolucionar hacia una “influencia cognitiva personalizada”, basada en biometría cerebral en lugar de historial digital.

Neuroderechos y vacío legal

La UNESCO señala que “la protección de la identidad mental será el principal desafío de los derechos humanos en la próxima década”. Hasta el momento, solo Chile ha avanzado en legislar sobre neuroderechos: la reforma constitucional de 2021 garantiza la integridad mental, la privacidad neuronal y la no discriminación por información cerebral. Otros países de la región —Argentina, México, Colombia— han iniciado debates parlamentarios, pero sin marcos normativos concretos.

En el ámbito internacional, no existe todavía un tratado específico que regule el uso militar o comercial de neurotecnologías. La OECD Principles on Neurotechnology (2024) propone garantías básicas de consentimiento y transparencia, pero su adopción es voluntaria.

La jurista Rafael Yustefundadora del movimiento por los neuroderechos— advierte que “sin un marco legal global, las neurotecnologías seguirán el camino de internet: primero innovación, luego abuso, y recién después regulación”.

En este escenario, surge una noción incipiente: el asilo cognitivo. Así como el derecho internacional protege a personas perseguidas por opiniones políticas, debería extenderse a quienes se nieguen a intervenciones neuronales coercitivas. El concepto aún es teórico, pero marca una frontera jurídica y moral decisiva para el siglo XXI.

América Latina entre dependencia y oportunidad cognitiva

América Latina enfrenta la neurorevolución desde una posición ambivalente: posee talento científico relevante, pero carece de infraestructura tecnológica y de marcos legales sólidos. La región se caracteriza por alta penetración de redes sociales, brechas educativas y baja alfabetización digital, factores que la hacen vulnerable a la manipulación informativa y, en un futuro, a la manipulación cognitiva.

Chile marca un precedente con su reforma constitucional, pero el resto de la región aún no ha asumido la discusión de fondo. Investigadores de la Universidad de São Paulo y de la UNAM ya trabajan en interfaces BCI para rehabilitación neuromotora, pero sin protocolos de seguridad de datos claros.

La ausencia de políticas comunes genera riesgo de colonialismo cognitivo: los datos cerebrales podrían procesarse en infraestructuras extranjeras sin protección local. Así, la dependencia tecnológica se traslada al plano neuronal.

Existe una oportunidad estratégica histórica: diseñar una agenda latinoamericana de neuroética y ciencia abierta, que evite repetir la asimetría de la IA. La integración regional en investigación neurocientífica —bajo principios de derechos humanos— podría posicionar a América Latina como actor equilibrante en la disputa por la mente global.

Genealogía de la neurointeligencia

Los tres niveles del poder tecnológico actual —infraestructura, información y cognición— revelan una continuidad histórica. El caso Stuxnet (2010) representó el control de infraestructuras; la desinformación algorítmica (2016-2025) el control de narrativas; la neurotecnología define ahora el control del pensamiento.

Michel Foucault anticipó que el poder moderno ya no actúa solo sobre los cuerpos, sino sobre las almas. El neopoder neuronal confirma esa profecía: la gestión del comportamiento se traslada del disciplinamiento físico a la regulación mental. En términos de inteligencia, esto implica una mutación ontológica del espía: deja de buscar información externa para capturar procesos internos.

La neurointeligencia se convierte en el nuevo campo de competencia entre potencias, donde el “capital mental” puede ser tan valioso como el territorio o la energía. Para la democracia, sin embargo, el reto es otro: preservar la autonomía cognitiva como base de la libertad individual.

La historia enseña que toda innovación en inteligencia amplía el poder del Estado y al mismo tiempo lo vuelve más vulnerable. El desafío actual es controlar y gobernar el avance neurotecnológico. Sin controles democráticos, la mente —último espacio de intimidad— podría convertirse en territorio de vigilancia.

La neurotecnología es la vanguardia de una nueva inteligencia global. Su poder radica en hacer visible lo invisible y predecible lo humano. El cerebro se vuelve dato; el dato, recurso; el recurso, poder. Frente a esta transformación, la única defensa viable es la transparencia: un régimen internacional que considere la mente humana como patrimonio inviolable de la persona. Si el siglo XX se definió por la lucha entre totalitarismo y libertad política, el siglo XXI podría definirse por la lucha entre libertad cognitiva y poder tecnológico.

Por Max L. Van Hauvart Duart.

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