La inteligencia en el laberinto urbano
El 3 y 4 de octubre de 1993, en Mogadiscio, la capital de Somalia, una operación de captura de apenas una hora terminó convirtiéndose en una de las batallas urbanas más intensas de las fuerzas de operaciones especiales estadounidenses desde la Guerra de Vietnam. La misión —bajo el código Gothic Serpent— buscaba capturar a dos hombres cercanos al caudillo Mohamed Farrah Aidid, y culminó con dieciocho soldados estadounidenses muertos, más de setenta heridos y dos helicópteros Black Hawk derribados.
Desde un análisis cronológico de los eventos, el desastre podría definirse en el plano táctico. Aunque la realidad fue totalmente distinta, fue un colapso de inteligencia: una secuencia de errores concatenados en la evaluación del enemigo, el terreno y la respuesta civil, que alteró la política exterior estadounidense y definió el modo en que las potencias occidentales concebían la guerra urbana del siglo XXI.
El periodista Mark Bowden lo narró en Black Hawk Down (1999), pero el análisis posterior de la comunidad militar fue aún más severo. El U.S. Army Lessons Learned Report (1994) y el trabajo de Kenneth Allard titulado Somalia Operations: Lessons Learned concluyó que el fracaso se debió a “una confianza desmedida en la superioridad tecnológica, combinada con una lectura deficiente del entorno político y cultural”.
Cómo se planificó la Operación Gothic Serpent
A mediados de 1993, tras el colapso del Estado somalí y la retirada de las Fuerzas de Paz de Naciones Unidas, el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, autorizó una misión limitada para capturar a Aidid, líder del clan Habr Gidr y responsable del ataque a cascos azules paquistaníes. La operación fue confiada a la Task Force Ranger, un grupo de élite compuesto por operadores del 1st Special Forces Operational Detachment–Delta, Rangers del Ejército de Estados Unidos y pilotos del 160th Special Operations Aviation Regiment (Airborne), con apoyo de miembros del Naval Special Warfare Development Group (DEVGRU), pararescatistas de la Fuerza Aérea de EE.UU. (USAF Pararescue) y controladores de ataque terminal conjunto de la Fuerza Aérea de EE.UU. (USAF Joint Terminal Attack Controller – JTAC).
La inteligencia previa indicaba que los lugartenientes de Aidid se reunirían en una casa del distrito de Bakara Market. La misión debía ejecutarse en menos de una hora, con apoyo aéreo y evacuación inmediata. Sin embargo, la información procedía de fuentes humanas locales (HUMINT) cuya fiabilidad nunca fue contrastada.
El análisis de la CIA y del Joint Special Operations Command (JSOC) subestimó la capacidad de respuesta de los milicianos somalíes y el nivel de hostilidad de la población. El Defense Intelligence Agency Post-Action Report (1994) señaló que “el entorno urbano denso y altamente politizado fue interpretado como un espacio neutral, no como un multiplicador de resistencia”.
En palabras simples: la inteligencia técnica funcionó, la inteligencia humana fracasó.
Cronología del error
La operación comenzó exactamente a las 15:42 del 3 de octubre. A los siete minutos, los Rangers aseguraron el edificio objetivo y capturaron a los dos lugartenientes. En cuestión de minutos, cientos de milicianos y civiles armados rodearon el perímetro. Para las 16:20, un RPG-7 impactó en el helicóptero Super 61; poco después, Super 64 también fue derribado.
Lo que debía ser una extracción rápida se transformó en un combate de 18 horas tratando de asegurar los dos sitios. El momentum se había esfumado y la iniciativa del combate la tenían ahora las milicias somalíes de la ciudad. Las rutas de evacuación estaban bloqueadas, y los convoyes quedaron atrapados en el fuego cruzado. La superioridad aérea y tecnológica estadounidense se volvió irrelevante: la topografía urbana anuló el poder de la máquina.
Informes posteriores describen un caos comunicacional a gran escala: las radios encriptadas no eran interoperables entre las unidades de Rangers y Delta Force; los mapas eran incompletos; los canales de mando colapsaron. Los somalíes, por su parte, se comunicaban de forma rudimentaria pero eficaz, utilizando taxis y radios comerciales.
La After-Action Review del U.S. Army Center for Lessons Learned concluyó que “la operación falló por exceso de confianza en la precisión tecnológica y falta de conocimiento situacional en el terreno”.
Anatomía de un fracaso
El desastre de Mogadiscio puede descomponerse en cuatro fallas estructurales dentro del ciclo de inteligencia militar:
- Deficiencia de HUMINT: Las fuentes locales fueron escasas y mal verificadas. La CIA había reducido su presencia en Somalia tras el retiro de la ONU, dejando vacíos de información que las fuerzas especiales llenaron con suposiciones. No hubo comprensión cultural de los clanes ni de la percepción social hacia las tropas extranjeras (error común que también se repitió en la invasión de Irak en 2003)
- Errores de SIGINT y cartografía urbana: Los equipos de interceptación no pudieron triangular comunicaciones enemigas en tiempo real. La cartografía disponible provenía de imágenes satelitales antiguas; no se conocían las rutas interiores del mercado ni las zonas de refugio civil.
- Falta de coordinación interagencial: La CIA, el JSOC y el United Nations Operation in Somalia (UNOSOM II) no compartieron plenamente información. El Joint Staff Review de 1994 habló de “compartimentos estancos entre agencias, más preocupadas por la jurisdicción que por la misión”.
- Sesgo cognitivo – el “victory bias”: Tras múltiples operaciones exitosas en Panamá y Kuwait, la élite militar estadounidense asumió que Somalia sería otro despliegue quirúrgico. Ese exceso de confianza redujo la percepción del riesgo y anuló la planificación alternativa.
El general William Garrison, comandante de la Task Force, asumiría la responsabilidad total y renunciaría tras la misión, declarando ante el Congreso que “la inteligencia fue adecuada para la captura, pero no para la supervivencia”.
Las reformas posteriores
Mogadiscio fue más que un revés táctico: fue una crisis doctrinal. En los meses siguientes, el Pentágono y la CIA iniciaron una revisión integral de la coordinación entre inteligencia y operaciones especiales.
De esa autocrítica surgieron tres reformas clave:
- Creación de los Joint Intelligence Centers (JIC), donde analistas de distintas agencias trabajan integrados con los mandos operativos.
- Nacimiento de las Fusion Cells, unidades mixtas CIA–JSOC diseñadas para conectar HUMINT, SIGINT e imágenes satelitales en tiempo real.
- Desarrollo del sistema ISR (Intelligence, Surveillance and Reconnaissance), que en la década siguiente permitiría a drones y satélites proveer información continua al terreno.
El RAND Arroyo Center señaló en su informe “Improving Joint Intelligence Operations” que las lecciones de Mogadiscio “sembraron la doctrina de interoperabilidad que caracterizaría la guerra global contra el terrorismo una década después”.
No obstante, esa integración tecnológica también consolidó una dependencia excesiva de sensores y algoritmos, reduciendo el peso de la interpretación humana —una paradoja que reaparecería en Irak y Afganistán.
Irak 2003: Cuando la inteligencia se volvió política
Si Mogadiscio fue la representación de un error de inteligencia operativa, la invasión de Irak en 2003 constituyó un error de inteligencia estratégica, marcado no por la ausencia de información, sino por su manipulación con fines políticos.
La justificación central de la Operation Iraqi Freedom fue la existencia de armas de destrucción masiva (ADM) bajo el régimen de Saddam Hussein. El problema, documentado por el U.S. Senate Intelligence Committee (2004), fue que la evidencia fue moldeada para encajar en la decisión política ya tomada.
A diferencia de Somalia, donde los analistas fallaron al interpretar el entorno, en Irak los analistas fueron silenciados o reemplazados por estimaciones complacientes. La CIA Iraq Survey Group no encontró rastros de ADM tras la invasión, lo que derivó en una de las crisis más profundas de credibilidad de la inteligencia estadounidense.
El exdirector de la CIA, George Tenet, reconoció años después que “habíamos construido un consenso sobre arena”. En términos doctrinales, Irak mostró que una inteligencia politizada deja de ser inteligencia y se convierte en propaganda.
Las consecuencias fueron devastadoras: la disolución del ejército iraquí alimentó la insurgencia y abrió el camino al surgimiento del Estado Islámico años más tarde. El error no fue técnico, sino epistemológico: confundir deseo con dato.
De ese fracaso nació la Intelligence Reform and Terrorism Prevention Act (2004), que estableció la figura del Director Nacional de Inteligencia (DNI) para coordinar las 17 agencias del sistema. La reforma buscó corregir el “síndrome de las cajas negras” —organismos aislados que producían información incompatible—, el mismo patrón que ya había lastrado a Mogadiscio.
Afganistán 2001–2021: El espejismo de la omnisciencia tecnológica
La invasión de Afganistán en 2001 pareció el ejemplo perfecto de las lecciones aprendidas. La integración CIA–JSOC funcionó con eficacia: inteligencia humana, vigilancia aérea y fuerzas especiales coordinadas permitieron la caída del régimen talibán en semanas.
Lamentablemente, dos décadas después, la retirada de 2021 reveló que la inteligencia estadounidense había vuelto a equivocarse, esta vez en la evaluación de la resiliencia talibán y de la viabilidad del gobierno afgano.
El Special Inspector General for Afghanistan Reconstruction (SIGAR), en su informe de 2022, concluyó que “los sistemas de inteligencia se concentraron en medir variables cuantificables —territorio controlado, número de ataques, entrenamiento— y no supieron evaluar la moral y legitimidad política”.
Se midió todo excepto lo que importaba. La dependencia del ISR, drones y vigilancia electrónica generó una ilusión de omnisciencia: toneladas de datos, pero escasa comprensión social de lo que acontecía en el terreno de operaciones.
La comparación con Mogadiscio es más que evidente. En ambos casos, la inteligencia técnica fue precisa, pero insuficiente: se sabía dónde estaban los enemigos, pero no quiénes eran realmente. El resultado fue similar: una retirada precipitada, pérdida de vidas y descrédito internacional.
Afganistán también repitió el error político de Irak: la creencia de que la tecnología podía sustituir la legitimidad. Los programas de inteligencia intentaron modelar una sociedad que no entendían, del mismo modo que los Rangers intentaron controlar un barrio que nunca habían pisado.
Tres décadas de aprendizaje forzado
Analizar Mogadiscio, Irak y Afganistán en conjunto revela una continuidad de fallas cognitivas e institucionales dentro del aparato de inteligencia occidental moderno:
- El exceso de confianza tecnológica: Cada década reforzó la creencia de que más sensores equivalen a mejor inteligencia. La realidad mostró lo contrario: sin contexto humano, los datos se vuelven ruido.
- La desconexión cultural: Las operaciones fracasaron donde la inteligencia no entendió la lógica local. Ni Mogadiscio ni Kabul se parecían a los laboratorios de análisis en Langley, Virginia.
- El sesgo de confirmación: En Irak, se buscó información que confirmara decisiones ya tomadas. En Afganistán, se midió el éxito con indicadores diseñados para demostrarlo.
- El aislamiento burocrático: A pesar de las reformas instauradas desde los órganos de decisión pertinentes, las agencias continuaron operando como compartimentos estancos. La información crítica se perdió en la burocracia.
- La inteligencia como arte moral: La lección más profunda es que la inteligencia no es solo un ejercicio técnico, sino un acto ético de interpretación. Su función no es justificar el poder, sino advertirle de sus límites.
El general David Petraeus resumió esta transformación en una conferencia del U.S. Army War College: “Aprendimos en Mogadiscio a no subestimar; en Irak, a no engañarnos; en Afganistán, a no olvidar que el enemigo también aprende.”
Los límites del ojo invisible
La historia reciente de la inteligencia militar muestra un patrón constante y persistente: los mayores fracasos no provienen de la falta de información, sino de su mal uso. Mogadiscio fue un fracaso de percepción, Irak un fracaso de veracidad, Afganistán un fracaso de comprensión. Cada terreno fue un Edén perfecto para un fracaso distinto, pero conectados entre sí.
En las tres operaciones, la tecnología —helicópteros, satélites, drones— ofreció una sensación de control que se evaporó ante la complejidad humana del terreno. La inteligencia moderna tiende a cuantificar lo medible y a descartar lo esencial: la voluntad, la cultura, la resiliencia. ¿Cuál es el resultado? Un aparato que ve sin entender. Y cuando el ojo que todo lo ve deja de escuchar, el enemigo se vuelve invisible.
El desafío para la inteligencia del siglo XXI no será acumular más datos (que sobran y son cientos de miles de millones), sino reaprender a interpretar lo que hay frente a nuestros ojos. Integrar analistas, operadores y diplomáticos en una lectura común del mundo; sustituir la vigilancia por comprensión.
Mogadiscio, Irak y Afganistán no son tres fracasos aislados: son capítulos de una misma lección sobre la naturaleza del conocimiento estratégico. En todos ellos, el poder creyó saber más de lo que sabía.
Y, como enseña la historia, el error más peligroso en inteligencia no es la ignorancia, sino la certeza.
Por Max L. Van Hauvart Duart.
