En febrero de 2019, un grupo de SEALs (unidad de operaciones especiales de la Marina estadounidense) emergió del mar en medio de la noche para llegar a las costas norcoreana. La misión, clasificada como de máximo riesgo, tenía como objetivo instalar un dispositivo capaz de interceptar las comunicaciones de Kim Jong Un, en medio del acercamiento diplomático entre Washington y Pionyang para entablar negociaciones en materia de armas nucleares.
Según The New York Times, el operativo se desarrolló en un contexto de “punto ciego” de inteligencia. Durante años, la CIA y otras agencias de seguridad de EE.UU. intentaron, sin éxito, reclutar informantes dentro del hermético régimen norcoreano o interceptar directamente las comunicaciones de Kim. La instalación del nuevo dispositivo tecnológico aparecía como una oportunidad única para obtener información estratégica en un momento en que las señales de paz y amenaza se mezclaban en la relación entre Trump y el líder norcoreano.
La operación había sido aprobada directamente por Donald Trump y asignada al Red Squadron del SEAL Team Six, la misma unidad que años atrás había matado a Osama bin Laden. Los comandos se entrenaron durante meses con trajes de buceo, armas no rastreables y un plan meticuloso: viajar en un submarino nuclear hasta las inmediaciones del país, trasladarse luego en minisubmarinos eléctricos hasta la costa y desde allí nadar hasta tierra para instalar el dispositivo sin ser vistos.
El despliegue comenzó según lo previsto, con los minisubmarinos aproximándose a menos de cien metros de la orilla y los comandos avanzando hacia la playa sigilosamente. No obstante, la operación se desmoronó cuando apareció un bote norcoreano en plena noche. Los tripulantes del barco iluminaron el agua con linternas y, ante la imposibilidad de comunicarse con el resto del equipo por el apagón de transmisiones impuesto para no delatar la misión, los SEALs interpretaron que habían sido descubiertos y abrieron fuego. En cuestión de segundos, los ocupantes del bote murieron.
Más tarde se supo que no eran militares ni fuerzas de seguridad, sino civiles que buceaban en busca de mariscos. Los comandos ocultaron los cuerpos en el agua no dejar rastros y pidieron una extracción de emergencia. El submarino principal, con refuerzos a bordo por cualquier eventualidad, arriesgó una peligrosa maniobra en aguas poco profundas para recogerlos antes de huir hacia mar abierto. El dispositivo nunca se instaló y el objetivo de obtener inteligencia sobre Kim no se logró.
Ni la Casa Blanca ni Pyongyang reconocieron públicamente lo ocurrido, y el episodio permaneció en secreto hasta que exfuncionarios y militares con conocimiento de la misión lo revelaron al New York Times. Además, la operación jamás fue comunicada a los comités del Congreso encargados de supervisar actividades de inteligencia, ni antes ni después de ejecutarse, lo que para especialistas en la materia podría haber implicado una violación legal. “Este es exactamente el tipo de acción que normalmente debería haberse informado al Congreso”, explicó un exfuncionario de la administración Bush al periódico norteamericano.
Este fracaso coincidió con la cumbre entre Trump y Kim en Vietnam, en febrero de 2019, que concluyó sin ningún acuerdo. En los meses siguientes, Corea del Norte reanudó sus ensayos de misiles y aceleró su programa nuclear. Hoy, Washington estima que el régimen dispone de unas cincuenta ojivas y material suficiente para fabricar decenas más, lo que demuestra que los esfuerzos estadounidenses por frenar ese avance han sido en vano.
Con la llegada de Joe Biden a la presidencia, el caso fue revisado. El secretario de Defensa, Lloyd Austin, encargó una investigación independiente a la oficina del inspector general del Ejército, y en 2021 algunos legisladores fueron finalmente informados en sesiones privadas sobre lo ocurrido.